EL DÍA QUE SE LLEVARON LA PLAZA Y LA IGLESIA

La etapa más hermosa de cualquier persona es, tal vez, la niñez. Y si esa infancia ocurre en un pueblo pequeño, es probable que sea sana y llena de magia. Si a eso le agregas que vives en una casa grande con un amplio patio, lleno de árboles frutales, la niñez se vuelve inolvidable. Pero el hecho que más marcó mi infancia es que mi casa, la casa de mis padres, quedaba al frente de La Plaza, La Plaza de la Jagua de Ibirico (Cesar), ‘La Plaza Vieja’. Ese era el sitio histórico del pueblo, allí nació el pueblo. En el centro de La Plaza quedaba La Iglesia, la iglesia original de San Miguel Arcángel y al lado de esta, la pequeña Casa Cural, residencia del sacerdote. Según me cuentan, el primer cura que llegaba a oficiar misa cada ocho o quince días fue el padre Vega, después el padre Leandro, el padre Aragón y posteriormente, el padre Oñate «cosita linda», quien me bautizó en esa iglesia. En ella, se casaron mis padres. En esa iglesia se casaron los padres de las primeras generaciones de Jagüeros. Allí bautizaron, también, a los pioneros.

La casa de mis padres, el hogar donde me crie, estaba situada en la esquina suroccidental de La Plaza. En la esquina nororiental, estaban los viejos Adán y María de Giraldo, entrañables y cariñosos campesinos que siempre estaban con una sonrisa, unos viejos difíciles de olvidar. Al frente, estaba el viejo Leandro Suárez, padre de toda una dinastía en La Jagua; la tercera esquina, era la de Tomás Rodado y su señora Teresa Sandoval, esa casa solo la visité una vez, nunca entendí la razón. Tomás Rodado era el telegrafista, una persona muy importante, su hijo mayor era Fernando, el menor Jimmy y unas hijas muy lindas, por esa época, inalcanzables para nosotros los muchachos del pueblo.

En la esquina suroriental, estaban la casa de la viejita Marquesa Sierra, que era un solar amplio y de la forma como más me gustaban las casas: un terreno inmenso con la vivienda en el centro, se entraba por un portón y tenía antejardines, arbustos y árboles; me encantaba ir a esas casas y sentir su verdor. En la siguiente esquina, estaba la casa de mi tío Pacho Vides, hermano mayor de mi papá y en la siguiente, la vieja Chayo Cuadros, a quien no recuerdo viviendo allí sino junto a su madre Marquesa y a su hermano Martín Bayo. Chayo le alquiló, por esa época, su propiedad a las parejas conformadas por Rodrigo Zabala, dentista, mi prima Amelia y a los recién casados Betty Ochoa y Colón Quintana, uno de los carpinteros del pueblo. Esa casa fue el lugar de mi nacimiento, porque allí habían vividos mis padres años atrás.

Bajando por esa misma acera, y tomando de referencia mi casa, estaba la vivienda de Esther Torres y Luis Gonzaga Ortiz, quien la heredó de su madre, la vieja Eufemia, con sus hijos, mis amigos de infancia.

En la esquina suroccidental, se ubicaba la casa de la finada Vicenta, una casa sin puertas, con paredes de ladrillos sin empañetar y con piso de tierra, nos decían que su propietaria murió antes de terminarla y por lo tanto estaba deshabitada, motivo por el cual le teníamos miedo en las noches oscuras. La otra esquina, era la de Rosa de Armas, la señora de Gerardo Ortiz, el primer dentista que tuvo el pueblo (llegaba esporádicamente), padres de mis otros amigos de infancia y siendo Gerardo el papá del cantante Farid Ortiz con otra señora llamada Nieves Marín. Esta casa también me gustaba mucho, por ser parecida a la de su bisabuela Marquesita, pero, con corrales donde criaban chivos, cerdos, gallinas, terneros, etc., el movimiento de esa casa era extraordinario. Un estrecho callejón, los separaba de nosotros. Con los Ortiz de Armas hacíamos «contratas”, que consistían en darles, de vez en cuando, nuestro plato de comida a uno de ellos y ellos regresarnos uno de los suyos.

A mano izquierda de mi hogar, estaban nuestros queridos vecinos Machado Salazar y Lorenza Romero, la entrañable vieja ‘Loncha’, quien siempre me llamó cariñosamente Jesús Miguel. En la esquina noroccidental, se encontraban unos potreros, uno de ellos de la señora Paulita Cuadro que nunca se construyó. En mi hogar, mi padre Modesto ‘Mole’ Vides, mi madre Carmen Cano, mi prima Etelmira, en la primera etapa de mi infancia, y cuando esta se casó, mi papá trajo a mi prima Rosa ‘Cocha’, mi tío Aristides, quien jamás se bañó con agua del acueducto porque decía que era un «chorrito» y durante toda su vida caminó a las seis en punto de la mañana los casi tres largos kilómetros para bañarse en el río Sororia, en el puente. Esos eran nuestros vecinos en La Plaza. La Plaza era el lugar más hermoso que recuerdo de mi pueblo.

Allí estaba La Iglesia del pueblo, una pequeña iglesia sin cúpula, muy fresca, de paredes de barro blancas y gruesas, doblemente gruesa en la parte inferior porque estaba reforzada con unas molduras de piedras donde se subían los chivos de Rosa de Armas. Con unas gigantescas puertas de madera con remaches de hierro, techo de zinc de dos aguas, soportado en unas imponentes vigas, ventanas de barrotes, largas sillas de madera. Los principales santos que recuerdo eran Jesús Nazareno, Santa Bárbara y San Miguel Arcángel. Sentía una gran frescura al entrar. Su piso siempre estaba reluciente y pulido. Tenía un gran atrio en su entrada. Siempre fue custodiada por ‘la niña’ Máxima, tal vez la primera “monja” de oficio que tuvo La Jagua, toda una vida dedicada a la iglesia. De las vetustas paredes, probé la miel más deliciosa de mi vida, cuando extraían los paneles o «paracos» repletos de miel, elaborados por las miles de abejas que anidaban en La Iglesia. Cuando llovía, la muchachada nos bañábamos en los imponentes chorros, deslizándonos en los pretiles. Era todo un acontecimiento. Por ahí desfilaban matrimonios, bautizos, primeras comuniones, lecturas de bandos, procesiones, sepelios; hacían discursos políticos, desfiles de colegios, bandas de guerra, etc.

En las fiestas patronales, todo sucedía allí en La Plaza. Las ventas de todo tipo, la vaca loca, la pelota de trapo en llamas, gitanas exóticas leyendo la suerte, diversos desfiles; llegaban los circos y armaban sus carpas, «¡Vengan a conocer la niña más cabezona del mundo!», en fin, de todo. Uno de los fotógrafos que recuerdo era Ismael Vanstrahlen, porque era uno de los pocos que tenía cámara. Todo ocurría en La Plaza. La original orquesta Los Cumbancheros siempre tocaba en el atrio, mi papá ‘Mole’ Vides fue su primer cantante, algunos de sus músicos eran Nino Flórez, Beto Mendoza, Lacides Pinto, mi tío Manlio Ríos, Néstor Jiménez, Yayo, Miguelito Sierra, «Ñapita», dirigidos por el inolvidable maestro Miguel Sierra.

Llegaban, eventualmente, algunos vehículos con películas y las proyectaban en las paredes blancas de La Iglesia o de la casa de la vieja Eufemia. Todos los vecinos sacaban sus asientos, especialmente los niños, y nos aglomerábamos a ver cine en blanco y negro. También llegaban otros camiones, regalando objetos, como el camión del «Café Puro Almendra Tropical» que, a cambio de un número de papeletas de café vacías, entregaban ollas, jarras, pocillos, platos, etc., que, para un pueblo tan pobre, donde la mayoría de sus utensilios eran de totumo, esos regalos caían del cielo como algo maravilloso. Mi abuela Cándida era una experta cuidando y acumulando sus papeletas vacías de café como un tesoro para cuando llegara el camión.

La sola llegada de los vehículos era un acontecimiento casi fantástico porque en La Jagua de Ibirico eran muy pocos los que tenían carro. Nuestra infancia era muy divertida alrededor de La Plaza, esa Plaza con su magnífica Iglesia, una iglesia histórica, que a su lado tenía un campanario, dos postes altos de madera gris, unidos en la parte arriba, por uno horizontal más pequeño, de donde se sostenían las campanas. Las campanas eran tocadas por Checha Ortiz que también oficiaba de sacristán. Sonaban religiosamente a las seis de la mañana, a las doce del mediodía y a las seis de la tarde. También, en ocasiones, se escuchaba el triste réquiem anunciando que alguien había muerto. El campanario quedaba a mano izquierda de la iglesia y era respetado, simplemente amarraban las cabuyas en uno de los postes y nadie se atrevía a tocarlas sin autorización; era algo sagrado, eventualmente, él designaba a uno de sus hermanos para que lo reemplazara. Solo una vez en la vida pude tocar las campanas, el bueno de Chonte Ortiz, me dio un «mochito», un día cualquiera a las seis de la tarde. Imborrable para mi memoria.

En esa Plaza transcurría nuestra vida, jugando la lleva, la libertad, fútbol, trompo, la gallina ciega y demás, porque era una plaza cubierta, en su totalidad, por una extensa grama verde, natural, hermosa, lo que la convirtió en nuestro primer campo de fútbol. Ahí nos enfrentábamos con los del Mercado, los de La Plaza de Arriba, los de La Ye, la Calle Central, la Calle de los Cachacos, etc. Siempre éramos locales. Yo era muy pequeño, y simplemente veía jugar a los grandes. Recuerdo cuando ‘partían’ los equipos al ‘pico y pala’ o ‘pico y monto’ con los pies y el que ganaba, siempre escogía de primero a Lucho Parodi, el mejor jugador que había, quien valía por dos. «Lucho vale por dos». Pero, con el transcurrir del tiempo, le descubrieron una debilidad a los Parodi, Heberth y Lucho. Desde la calle arriba de la plaza, en su andén el viejo Pompilio, el papá, con el rejo en las manos, mirando para la plaza; y entonces, si el equipo atacaba de occidente a oriente, los contrarios decían: «¡Tírensela para la derecha! ¡Que ellos pa’ ese lado no cogen, porque el papá los ve y los jode!, allá está el viejo Pompilio». Efectivamente, siempre se frenaban en la mitad de la plaza. A la final, Lucho terminaba valiendo solo por uno, porque jugaba en la mitad del campo.

Me acuerdo, también, que era un trauma jugar en la plaza cuando mi tío ‘Pacho’ Vides se sentaba recostado en un taburete en la puerta de su casa porque siempre llevaba un machete en la mano y pelota que caía en sus predios, pelota que picaba, todo esto porque una vez recibió un balonazo en la cara. Y a mi tío Pacho, el viejo cascarrabias de la manzana, todos le teníamos miedo, al único que no le picaba los balones era a su hijo Zacarías, razón por la cual muchas veces había que esperarlo para jugar. La mayoría de las casas del pueblo tenían dos pequeños postes en las puertas de la calle para recostar los taburetes y todas las familias se reunían allí al anochecer, para charlar, escuchar cuentos, muchos de miedo, relatos, anécdotas y para hablar con los vecinos del diario acontecer. Las puertas permanecían abiertas, no había temor. No había gente extraña y si llegaba un forastero, se atendía sin recelo. Hubo gente que a veces por el calor dormía con las puertas abiertas de par en par. No es increíble, pasaba en La Jagua de Ibirico, Cesar, mi pueblo. Esas son cosas irrepetibles.

Con el tiempo crecí, ya hacía parte de los equipos, pero como no era muy buen jugador, siempre me dejaban en el arco, nos divertíamos bastante. Era el lugar del cariño, de la alegría, de las bromas, el jolgorio. A veces en el día (nunca en la noche) cogíamos la casa sin puertas de la finada Vicenta para jugar a los cabezazos con una pelota de letras, de caucho; dos muchachos, uno en cada puerta para hacerse goles solo con la cabeza. La Plaza siempre era un hervidero, pasaban niños vendiendo dulces de todo tipo. A veces, mi papá paraba al niño de las cocadas, nos llamaba a todos los que estábamos jugando y decía: «Cada uno coja una cocada» Se formaba el remolino. La felicidad era enorme. Eso era el cielo. Era La Plaza.

Mi hermano Ángel colgaba los fines de semana en nuestra pared frente a La Plaza, los paquitos de Kalyman, Tarzan, Batman, Superman, Mickey Mouse, etc., para alquilarlos, y ganarse algunos centavos. Venían grandes y chicos a leerlos. En La Plaza Vieja estaba el corazón del pueblo, había vida, sobre todo a la puesta del sol. La luz eléctrica, las pocas veces que funcionaba la planta, llegaba a las seis de la tarde y los niños estallábamos de alegría. En la esquina de los Ortiz de Armas, había un poste de madera gris con un bombillo en lo más alto, y desde ahí partíamos a jugar La Libertad y otros juegos hasta bien tarde. La luz se iba, puntualmente, a las doce de la noche.

Cómo no recordar a todos los que nos congregábamos en la adolescencia: Raulito Molina; Melchor, Alvarito, Luis José y Reginaldo, hijos del respetado finado Efraín Peralta; del sector de La Bomba, venían los hermanos Garrincha, Emiro y Nandito Daza; José María, Toño y Julio, hijos del maestro Nicolás Mejía; Rafaelito y Picapiedra, hijos de Rafael Mejía; Flower y Germán Ditta, de la vieja Olga; también los hijos de Dago De la Rosa, Daguito y Carlitos. De aquí de La Plaza, los hermanos Ortiz de Armas: Toba, Checha, Chonte, Cao y Quile, más dos hermanos de padre, Edgard y otro al que llamábamos «Lucho Pérez»; los Ortiz Torres: Lucho, Wilton, Wilmer y Wilder «El Chicho»; los Salazar: Remberto y Víctor Manuel; los hijos de la vieja Pura: Cristóbal, Malilo, Güeta y Artemio; Jimmy Rodado; Zacarías Vides; de otras cuadras cercanas, venían los Parodi: Heberth, Lucho, Roberto y Óscar; los hermanos Ada y Yiyo Aguas; Leovaldo y Jaime Charo, los hijos de Tato Maldonado; bajaban los Jiménez: Joche, Eddy y Dicho, hijos de la señora Arsenia; también «Miche», el gran goleador, hermano de Betty, y, por supuesto, mi aporte y el de mi hermano Ángel Modesto ‘Anastas’. Todos éramos hijos de La Plaza.

Las mujeres que vivían alrededor de la plaza eran: la hermanas Salazar, Clelia, Timotea, Diamantina, (iban y venían de Venezuela), Ruby, Reina, Gloria, Filla, hijas de Loncha; la bella Sonia Giraldo, uno de mis amores platónicos; Chemi y Camucha, de donde Rosa de Armas; Judith y Liney, la mayoría de los pelaos estábamos enamorados de ella, de la casa de la señora Esther; Blanca, Consuelo, Lucila y Nancy, las hermosas e intocables hijas de los Rodado; mis primas Amelia y Josefa de donde de mi tío Pacho; también mis hermanas Cándida, Luz Marina, Mildres, Eleides, mis otras hermanas estaban muy pequeñas. De las cuadras aledañas, recuerdo a Chila, Gloria, Sissy y Ana Mary Peralta, hijas de la niña Esther Restrepo y también a las hijas de Raúl Molina y Lucía Gutiérrez: María Andrea, Evis y Luz Mila.

Al lado sur de «Ocha» de Armas, vivía la vieja Quica Vargas, la matrona de esa familia. Hacia arriba pegada a la señora Marquesa, vivía Arsenia Sierra y al lado de mi Tío Pacho, hacia el oriente, cómo olvidar a la «niña» María Cleofe de Peinado, profesora, toda una institución en ese tiempo, con sus respetadas hijas, todas profesoras: Amira, quien falleció temprano, Edith, Carmencita, Ligia y el menor, un gran tipo llamado José Manuel Peinado, a quien mi papá llamaba «Chemani María Cleofe» y siempre se reía, nunca se molestó. Esa casa era grandiosa, me gustaba visitarla, la niña Mari me recibía con un cariño inmenso, la quise bastante, era una mujer entrañable. A pesar de estar muy pequeño en ese entonces, me dolió mucho cuando se mudaron para el otro lado del pueblo.

Muy de vez en cuando La Plaza quedaba sola y no se veía ningún niño, se los había tragado la tierra. ¿Qué pasaba?… Era que aparecía de repente ¡»El viejito barbón»!
¡Terrible!, los niños le teníamos miedo. Era un viejito bajito, con un larga barba blanca, mocho de una mano y que los mayores lo utilizaban para amedentrar a los indisciplinados, y el viejito limosnero a cambio de unas monedas, nos amenazaba con llevarnos si nos portábamos mal. Santo remedio. «El viejito barbón» iba de pueblo en pueblo haciendo lo mismo.

Mi separación con La Plaza empieza cuando terminó mi primaria en el Sagrado Corazón de Jesús de la muy querida profesora Luisa Ríos, el pueblo no tenía colegio de bachillerato. Mi padre tomó la decisión de mandarme a estudiar en el Nacional de Codazzi, esas separaciones son dolorosas y la verdad, añoraba siempre regresar a mi casa, a mi Plaza, ‘La Plaza Vieja’. Para el siguiente año, unos docentes y algunos padres de familia habían creado el Colegio Cooperativo de Bachillerato que solo tenía los dos primeros años de secundaria. La locación fue cedida por la generosidad del señor Juan Hernández, quien prestó de manera temporal los predios de la Caseta ‘Matilde Lina’ y allí cursé el segundo de bachillerato. Los salones eran hechos con divisiones de triplex. Su primer rector fue Efraín Arriaga, alguien a quien recuerdo como una persona demasiado estricta.

Estábamos a finales de la década del setenta, en La Jagua no había empezado la explotación minera, era un pueblo eminentemente agrícola, se conocía en Colombia como la ‘Capital del Arroz’, incluso teníamos sede de FedeArroz; los dirigentes del pueblo, por ser La Jagua corregimiento de Chiriguaná y, a la vez, una inspección departamental, solicitaron, tanto a la cabecera municipal como a la capital del departamento (Valledupar), la construcción de la sede del Colegio Cooperativo de Bachillerato. Quiero hacer énfasis en que mi pueblo tenía una población muy pequeña, casi todos sus habitantes eran nativos, era un pueblo pobre, pero pacífico y había extensos terrenos baldíos de propiedad de la nación y ese colegio se pudo haber construido en cualquiera de esos terrenos. Las delegaciones viajaban en búsqueda de la autorización, y el ultimátum de los jefes fue el siguiente: «La Jagua de Ibirico es un pueblo muy pequeño y no necesita dos plazas. ¿Para qué dos plazas? Con una es suficiente, así que el colegio se construirá en ‘La Plaza Vieja’».

Se tomó la errática e imperdonable decisión en lo que, para mí, es un crimen contra la memoria del pueblo, el patrimonio tradicional, histórico y cultural de La Jagua de Ibirico; cambiar su plaza original, el sitio donde inició el pueblo, la matriz, la raíz de toda la historia por un edificio de concreto. Fueron los días más tristes de mi adolescencia, empezó la demolición de La Iglesia Vieja y de su Casa Cural. En vez de haber hecho lo que se haría en cualquier lugar del mundo, la restauración y conservación de La Iglesia y La Plaza como patrimonio histórico, símbolos de nuestra cultura y tradición. Hoy esa Iglesia y esa Plaza serían los monumentos de mayor valor histórico y arquitectónico que tendríamos. Algo invaluable. Se dañó para siempre la calidad de vida de sus habitantes. ¿Se imaginan cómo sería La Jagua con su verdadera Plaza, La Plaza original? Tendríamos dos Plazas. Algo incomparable.

De nada valió el levantamiento encabezado por el viejo Flore Ávila, el curandero del pueblo, en contra de la demolición de la Iglesia Vieja. Las autoridades abusando de su poder le dictaron orden de captura y a Florencio Ávila no le quedó más remedio que huir hacia las sabanas de su parcela “Londres”. Duró casi ocho días durmiendo encima de los árboles. La comida se la llevaba una vez al día su sobrino Malilo y la contraseña era silbar. Se agotó de sus escondites arriba de los árboles y fue puesto preso. Sus seguidores se acobardaron cuando lo pasearon amarrado por el pueblo y hasta allí llegó la protesta. Ganaron los poderosos.

Llegó el fatídico y oscuro día. Llegaron las cuadrillas de obreros, voraces e implacables, con sus siniestras herramientas de ruidos ensordecedores, sus porras certeras, filosos picos, cortantes cavadores y palas hambrientas a demoler La Iglesia Vieja. Quitaron el techo, desarmaron las pesadas vigas de madera, sacaron clavos, redujeron puertas y ventanas, tumbaron las paredes, amontonaron las piedras, levantaron el piso, se llevaron todo. No quedó ni una grapa. Se la tragaron en un santiamén… a los pocos días no quedó rastro alguno. Era como si nunca hubiese existido. De un día para otro, ya no había Iglesia. La desaparecieron. Simplemente se murió. Qué fácil se borra la historia, de un brochazo. Los niños vecinos de La Iglesia lloramos, un llanto profundo y silencioso, una tristeza infinita, desgarradora, impotente, un dolor incurable en el corazón, un golpe en el alma, el alma de los pueblos que son sus niños, preguntábamos: ¿por qué se murió La Iglesia?…

Nadie respondió… silencio total. Los mayores no tenían respuestas. Estaban en un limbo, levitaban a causa del impacto y en el fondo, no sabían qué pasaba, si era cierto o era mentira. Todo transcurría como en un sueño, parecía irreal.

Días después empezaron a llegar los grupos de albañiles a hacer zanjas, mezclar cemento, echar cimientos, incrustar varillas, pegar ladrillos, atesar tornillos, clavar clavos, tender cables, enroscar bombillos, unir tubos, vaciar concreto, echar paredes, poner tejas, pulir vidrios, armar puertas, empotrar ventanas, para de una vez por todas, llevarse La Plaza para siempre, ante nuestras miradas melancólicas e impotentes y, a cambio, en «aras del progreso» regalarnos un Edificio de Cemento.

Los niños volvimos a preguntar: ¿a dónde se llevaron La Plaza?

Nadie respondió… silencio total. Tal vez mañana despertaríamos y estaría allí La Plaza, La Iglesia, El Campanario, La Casa Cural, la extensa grama verde… pero no fue así. Había que darle «paso a la civilización».

Nunca me pude recuperar de la muerte de La Iglesia y La Plaza.

En ese nuevo edificio, llamado, inicialmente, Colegio Cooperativo cursé tercero y cuarto de bachillerato, siempre con un dolor en mi corazón porque extrañaba mi Plaza, mi querida Plaza Vieja. Ya cuando abría la puerta de mi casa, no veía La Iglesia, ni el campanario, ni la grama verde, ni a mis amigos gritando, corriendo y jugando. Frente a mi estaba un edificio. Mi pueblo, para mí, jamás volvió a ser el mismo. Hoy ese colegio lleva dignamente el nombre de la gran y valiosa educadora Timotea Meneses, la inolvidable «Niña Timo».

Para terminar mis estudios, mi padre me envió a Bogotá a hacer quinto y sexto de bachillerato, lo que hoy se conoce como décimo y once, puesto que el Cooperativo no tenía licencia para esos últimos cursos. Nunca más volví a vivir en La Jagua de Ibirico.

Hace poco, un brillante dirigente de la nueva generación, se atrevió a asegurarle a un amigo profesor que: «esa Plaza y esa Iglesia nunca existieron. Son inventos de algunos Jagüeros que se las tiran de historiadores». Como va la situación puede llegar a tener razón porque cuando las cosas se olvidan es como si nunca hubieran existido. La mayoría de las nuevas generaciones no saben que existió La Plaza Vieja, que existió La Iglesia Vieja. La mayoría cree que La Jagua de Ibirico nació un 29 de diciembre ya que ese día en 1979 se elevó a la categoría de municipio. Nunca se celebra la verdadera fecha de la fundación del pueblo hace casi 300 años.

Una vez, me encontré con un amigo extranjero que me pidió indicaciones para llegar a Macondo que, según le habían dicho, era la Aracataca de García Márquez y yo le respondí: «Macondo no es Aracataca, Macondo no tiene ubicación ni en el tiempo ni en el espacio. Es cualquier pueblo del Caribe y tal vez, cualquier pueblo de Latinoamérica. Macondo es aquel lugar donde suceden cosas mágicas, increíbles, inverosímiles, irreales, que parecen de mentira, que todo el mundo las ve como inventos de la imaginación, cosas que cuando te las cuentan no las crees, porque no pueden ser ciertas, pero sí lo son, como por ejemplo, la que sucedió en el pueblo donde orgullosamente nací, La Jagua de Ibirico, Cesar, que es el único pueblo del mundo donde: se nos llevaron la plaza y nos trajeron un edificio de cemento».

(Jesús Vides)

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