REQUIESCAT IN PACEM AMADO RÍO SORORIA por JESÚS VIDES

POR: JESÚS VIDES

– Nos vemos mañana a las 8 de la mañana en el callejón del potrero de Paulita Cuadro – Nos indicó Luis José al terminar nuestra reunión secreta en un rincón de la Plaza Vieja.

La idea era que la pequeña pandilla conformada por Luis José Peralta, Germán Ditta, Raulito Molina, mi hermano mayor Ángel “Anastas” Vides y yo, a mis escasos 12 añitos, emprendiéramos una aventura en el río Sororia. Yo era el pequeñín del grupo, pero ninguno había cumplido los 16. Éramos unos niños.

A la mañana siguiente sigilosamente nos escabullimos por entre la maleza del callejón rumbo a la polvorienta carretera directo al río hasta el puente. Ya los líderes del grupo tenían un plan. Era adentrarnos a una de las fincas aledañas donde cultivaban plátano. Ya allí en medio de la platanera, Raulito sacó un pequeño machete y empezamos a cortar unas veinte matas de plátano. Solo nos interesaban los tallos de las matas, les quitamos las hojas. Fuimos sigilosamente arrastrándolos hasta la orilla del río. Una vez allí empezamos a construir unas balsas, atravesando unas delgadas varas que las unieran en los extremos y asegurándolas, amarrándolas con los bejucos que había por cantidades, la idea era subirnos acostados en las balsas, con la cabeza erguida, nuestros brazos como remos y arrancar nuestra aventura desde el puente hasta donde nos llevara el destino.

El río Sororia era el más caudaloso de la región, cristalino, torrentoso, profundo, ancho y poderoso.

Al lado y lado de la ribera había una selva con todo tipo de árboles gigantescos y prácticamente los rayos del sol no penetraban a la cuenca. Cuando ya estaban listas las balsas, Germán Ditta dio la instrucción:

– ¡Abracen duro esas balsas, no se vayan a soltar por nada del mundo pase lo que pase!

– ¡Este río es muy peligroso! -gritó Anastas.

Nos acostamos en las balsas y en fila india nos fuimos río abajo iniciando el recorrido, Luis José, Germán, Raulito, Ángel y yo cerrando.

El poderoso río nos arrastró con una fuerza enorme y rápidamente nos hizo estrellar contra “La Pared“, un pozo profundo donde había una pared inmensa que recibía de frente el río formando unas olas de más de dos metros.

– ¡Agárrate duro! -alcancé a escuchar en medio del ruido del torrente la indicación de mi hermano Anastas.

El remolino en La Pared era tan fuerte que nos llevó a todos hacía el fondo, pero la flotabilidad de los benditos bagazos de los plátanos nos permitió salir a flote unos metros más adelante, todos tosiendo y atragantados de agua.

– ¡La vaina esta buena, jajaja! – río Raulito.

El poderosísimo y profundo río nos siguió arrastrando curva tras curva en un tremendo fragor, nosotros utilizábamos los brazos para no quedarnos atrapados en las grandes raíces de los portentosos árboles de las orillas, algunos hacían unas inmensas cuevas en sus raíces que eran aprovechadas por los pescadores. Ya el recorrido me parecía interminable, yo era un niño. El paisaje al lado y lado del río era fantástico, era un río atravesando una tupida selva de árboles gigantes, con una naturaleza diversa y colorida. Pude ver unos venados en la orilla.

– ¡Ya viene la desembocadura del Santa Cruz! – Gritó fuerte Luis José Peralta.

– ¡Atésense!- Exclamó burlonamente y con algo de susto Germán Ditta.

El impacto del choque de los dos ríos produjo un nuevo remolino que nos volvió a llevar al fondo, que nos hizo tragar agua, que nos llevó a temer lo peor, que me hizo sentir que esos segundos eran interminables, pero igual volvimos a salir a flote gritando, hijueputeando, tosiendo y al final celebrando un triunfo con grandes carcajadas.

Al recibir las aguas del Santa Cruz, el Sororia ya era más ancho, más fuerte, más caudaloso, más profundo y nos arrastraba a mayor velocidad. En el trayecto nos encontrábamos con todo tipo de obstáculos, me estrellaba con gigantescas rocas, troncos de árboles caídos que el mismo río arrastraba, pero la fuerza de la corriente era tal que las balsas siempre sobrevivían. Seguimos la interminable y serpenteante travesía, curva tras curva, rápidos tras rápidos, ya extenuados por el constante bracear, eludiendo todo tipo de cosas, luchando para no enredarnos en las orillas, atrapados en el fuerte rugir del caudal, es un sonido difícil de describir, es la naturaleza hablando, el río diciendo presente, el trayecto parecía no tener final.

Un larguísimo tiempo después alguien gritó fuerte:

– ¡Ya viene la prueba final, viene el Tucuy! ¡No se vayan a soltar ni por el hijueputa!- .

Sentí uno de los miedos más grandes en mi vida, no quería seguir en la balsa, pero me gobernaba este río ancho y poderoso, el más caudaloso de la región y mis pequeños brazos no gobernaban la balsa, mandaba el río. Vi la cara de preocupación de mi hermano ante el impacto que se avecinaba. Era el encuentro de dos grandiosos ríos, todos estábamos asustados y llenos de incertidumbre, no sabíamos que podía pasar. Estábamos arriesgando nuestras vidas, la muerte podía ser inminente, un impacto en la cabeza con una piedra gigantesca o con un tronco podría hacernos perder el sentido y ahogarnos. La fatalidad estaba cerca. La ingenuidad, la inocencia, el atrevimiento aventurero de estos niños hacía que fuéramos camino a la tragedia.

Jamás he vuelto a experimentar lo que viví en el explosivo encuentro de esos dos ríos, el Sororia y el Tucuy, que se disputaban la supremacía. El impacto fue tan brutal y las olas tan gigantescas, que las calculo entre cuatro y cinco metros, tanto que mi balsa se elevó y mi cabeza golpeó las ramas de los árboles producto del choque explosivo de las dos corrientes. Iba aferrado a la vida, agarrado como nunca a las matas de plátano, con los ojos cerrados, de regreso al remolino más infernal que pude haber vivido. Otra vez al fondo interminable girando en todas las direcciones, tragando agua, respirando agua, sintiendo que se me escapaba la vida sin encontrar el aire vital de ninguna forma. En esos interminables segundos me arrepentí de mi aventura. Mi mente se quedó en blanco y oscura, era el final. Pero la fuerza de la corriente ya era doblemente poderosa, ya era un río doblemente ancho, doblemente caudaloso y por consiguiente me expulsó con violencia unos cien metros adelante estrellándome contra la margen derecha con la balsa hecha pedazos solo quedándome el salvavidas de un solo tallo, del que no quería soltarme aún minutos después de estar en la orilla llorando. Solo abrí mis ojos al sentir el abrazo de mi hermano que acudió a mi rescate atravesando el río, ya que todos estaban en la margen izquierda que era el camino de regreso. Las características de este nuevo río era tan inmensas que para un niño como yo era imposible cruzarlo. Me colgué en la espalda de mi hermano y él me llevó al otro lado dejándose llevar por la corriente en diagonal río abajo.

Nos quedamos un largo rato tirados en la playa del río recuperando las fuerzas, tomando aliento para emprender el camino de regreso. Era la primera vez que hacía ese trayecto. Con el machete Luis José iba abriendo paso entre la espesa manigua, era una selva con grandiosos árboles de todo tipo. Pude contemplar micos tití, monos aulladores, guacamayas de diversos colores, cientos de loros y pericos que hacían un ruido ensordecedor, azulejos, pájaros carpinteros, cacatúas, pericas ligeras, en fin era un concierto de animales silvestres en medio de los robles, jobos, algarrobos, ceibas, caracolíes, guásimos, cañandongas y árboles frutales de todo tipo. Calmamos el hambre atroz comiendo guayabas, ciruelas, mangos de toda clase y cuanta fruta encontrábamos. Esa fue la primera y última vez que pude ver un zaíno que se nos atravesó veloz en el camino. También vimos un armadillo y una silenciosa y gigantesca boa trepada en la rama de un árbol. Nos aterramos y corrimos despavoridos. Creo que nos sentimos aliviados al llegar nuevamente al pueblo horas después.

Ya en casa al verme mi papá los ojos rojos, la piel tostada por el sol, me agarró una mano y con la uña de su dedo índice trazó una raya blanca en mi brazo por lo mojoso que estaba. Me jaló duro de la oreja y me dio un regaño:

– ¡Le he dicho que no se vaya para el río sin permiso! Siempre buscando la mala hora carajo. ¡Los voy a joder a ti y al vergajo de tu hermano!-

Por esas épocas al Sororia lo llamaban “El Tumba Puentes”, porque en cada creciente su ferocidad era tal que tumbaba el puente. Ya los viajeros estaban acostumbrados a que en La Jagua no había puente porque el río lo tumbaba. Nos acostumbramos a tener los llamados puentes militares.

Meses después estábamos la muchachada jugando un partido de fútbol en la cancha de unos de los solares de mi tío Manlio Ríos, cuando el fragor del partido fue interrumpido por la entrada abrupta de unos camiones a un potrero de mi tío en la parte posterior.

Todos salimos corriendo a mirar que pasaba.

– ¡Llegó el Aserrío! – Gritó un vecino.

Asomados en el potrero pudimos ver como una numerosa cuadrilla de trabajadores con palas, picos y azadones, comenzaron a clavar postes, tablas, láminas de zinc y en lo que demoró la tarde ya habían construido una pequeña casa de madera. Todo el barrio estaba asomado. La Jagua de Ibirico (Cesar) era un corregimiento muy pobre y un pequeñísimo pueblo, por lo tanto la llegada de unos forasteros era todo un acontecimiento. Era la llegada del progreso.

Regresamos al siguiente día y ya habían instaladas varias mesas de trabajo con afiladas cuchillas circulares, todo tipo de herramientas y máquinas para cortar madera y hasta ya había un nombre en el portón: “ASERRADERO BARRANQUILLA”.

Al pasar los días, los camiones, uno tras otro llegaban repletos con unos grandes troncos que inmediatamente eran descargados y pasaban por las aserradoras para convertirlos en grandes tablas. El camión descargado pasaba a una fila donde era cargado de tablas hasta el techo e inmediatamente partía con rumbo desconocido. El trajinar no paraba, camiones entraban y salían, trayendo troncos y saliendo cargados de tablas. Estábamos intrigados porque no sabíamos ni de dónde venían los camiones ni para donde iban. La cantidad de tablas de maderas en el potrerón parecía infinita y a pesar de estar cuidadosamente ordenadas prácticamente ya no había espacio a pesar de lo inmenso del lugar que les había arrendado mi tío.

Era una época en que la palabra Medio Ambiente nunca se había escuchado, tampoco Cambio Climático, Preservación de la Naturaleza, ni nada por el estilo. Por lo tanto para los Inspectores de Policía la llegada de un aserrío o aserradero era algo muy beneficioso para el pueblo.

Tres meses después en un paseo de olla con la familia y algunos vecinos en los alrededores del puente del Sororia y a la sombra de un gigantesco Caracolí tal vez con más de treinta metros de altura y con un grosor tan tremendo que los niños hacíamos cadenas con los brazos y no alcanzábamos abrazarlo totalmente. Había tantos árboles gigantescos al lado y lado de la ribera, que el sol no penetraba en el río, el agua era fría, refrescaba de una manera impresionante, los niños titiritábamos, todo estaba lleno de sombra, cantos de aves desconocidas, micos que saltaban de una rama a otra. Nunca escuché ni he vuelto a escuchar tantos pájaros cantando al mismo tiempo.

En el paseo lo único que traía la familia para el almuerzo era el bastimento, porque el pescado era proveído por el río. Algún primo o un vecino experto pescador, con atarrayas o con caretas y lanzas puntiagudas pescaban lo suficiente para comer y hasta para llevar a la casa y repartir entre los vecinos: bocachicos, bagres, coroncoros, barbús, moncholos, etc.

Estábamos jugando “La lleva” en uno de los grandiosos pozos, cuando de repente llegaron los camiones del “ASERRADERO BARRANQUILLA”. Inmediatamente un policía nos pidió que nos alejáramos del lugar, las familias asistentes a los diferentes paseos no tuvieron más que remedio que apartarse hasta donde indicó el dueño del Aserradero. Encendieron una pequeña planta a la cual conectaron dos enormes sierras eléctricas, cada una operada por dos persona y enfilaron baterías contra el árbol más gigante, el rey del río, el padre de la selva, el Caracolí más grande que han visto mis ojos.

Todos nos quedamos en un limbo, solo observando como las sierras asesinas iban penetrando lentamente el tronco que parecía infinito, que parecía imbatible, que parecía inmortal, pero que por más imponente que fuera empezaba a perder la batalla contra las manos del ser humano. Comimos al finalizar la tarde escuchando a los lejos el incesante ruido de las sierras eléctricas, cuando de pronto se escuchó un estruendo como si fuera una explosión, la tierra tembló, cientos de animales y aves huyeron despavoridos, el río se volvió turbio por la caída del gigante.

El rey había perdido la batalla, no hubo una mano amiga que lo defendiera. Nos quedamos mudos, miramos hacia el cielo y nos dio la sensación como si a nuestra casa le hubiesen quitado el techo. Ya no estaba la inmensa sombra que nos cobijaba. A mi lado mi pequeño vecino mucho menor que yo, Jimmy Rodado estaba llorando. Le pregunté:

– ¿Por qué lloras Jimmy?

– No lo sé, me duele el pecho- me respondió Jimmy bañado en lagrimas.

Todos, principalmente los niños sentíamos un desamparo desgarrador, como si nos hubieran quitado la protección, había una nostalgia, una tristeza, una derrota inexplicable, desconocida para nosotros. Como si se hubiera muerto un ser querido y la verdad es que si, había muerto un silencioso ser querido.

Las cuadrillas de trabajadores se abalanzaron como aves de rapiña sobre las ramas del papá de los árboles, con sus sierras eléctricas y manuales además de los machetes, fueron reduciendo rápidamente el grandioso árbol a troncos de todo tamaño, llenando los camiones y huyendo despavoridos como si fueran unos ladrones. Ahí me di cuenta de dónde venían los camiones. Nunca supe para donde se iban.

Cuando regresamos al río un mes después ya solo habían árboles medianos, ya no habían árboles gigantes ya el sol pegaba directamente al río, ya cada vez era más difícil encontrar sombra para poner el fogón.

Dos años después vimos la cuadrilla de trabajadores del Aserrío desarmando la casa de madera, las mesas de trabajo, empacando sus sierras y herramientas, llevándose hasta la última puntilla en sus camiones. El daño ya estaba hecho. Se fueron como Pedro por su casa.

Dos años después ya no quedaba en la ribera del río ningún árbol, ni grande, ni mediano, ni pequeño, ya era un peladero ya el agua no era fresca, ya el sol pegaba de frente sobre la corriente y se empezaba a sentir tibia. Empezó a morir Sororia. Fue su primera y más certera puñalada. Siguieron llegando otros Aserraderos que iban y venían y se instalaban en diferentes puntos del pequeño pueblo, iban lentamente comiéndose las riberas río arriba y río abajo. No dejaron ni un árbol de ningún tamaño, se acabó la selva, se acabó la manigua desaparecieron las guartinajas, las dantas, las innumerables aves, no quedaron ni las culebras. Los Aserraderos fueron los primeros asesinos del Sororia.

Al mismo tiempo, se le estaban sumando los implacables cultivadores de todo tipo, principalmente de arroz, cercenando el río con sus acequias hacia sus fincas, disminuyendo el cauce de manera indiscriminada, los constructores sacando toneladas de balastro y arena sin ningún control, las autoridades tomando del río el agua para un acueducto cada vez más grande y más sediento debido al crecimiento del pueblo y por último la minería sin control ambiental alguno le dio al río la estocada final.

40 años después, en una visita al pueblo, al pasar por el puente, me orillé porque mi curiosidad quiso que bajara al río. Ya era un hilillo de agua caliente, languideciente, agonizante, moribundo, que no me llegaba ni a las rodillas. Se me salieron las lágrimas y prometí no volver jamás. No soportaba ver así a mi amado río Sororia, con sus riberas llenas solo de malezas y arbustos.

Ahí recordé y comprendí por qué lloró el niño Jimmy Rodado, algo en su alma le dijo que no solo estaban matando al río, sino al planeta Tierra.

Descansa en paz, mi amado río SORORIA.

Posdata:

Un amigo no jagüero me dijo un día: -Oye, el río no volvió a tumbar el puente-

Le contesté: -Es que ya no hay río…

(JESÚS VIDES)

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