¡CUANDO YO PIDO KOLA, ES KOLA!

Un lunes cualquiera del mes de febrero a mediados de los setenta, a las dos de la tarde, con un fuerte sol que irradiaba una temperatura de cuarenta grados, iba llegando a La Jagua de Ibirico, por la polvorienta carretera principal vía a La Palmita en su caballo bayo, Felipe Cadena, campesino ya entrado en años, adinerado, respetado y de carácter recio, esposo de la matrona Eusebia Barahona.
Entrando a mano izquierda estaba la única bomba de gasolina del pueblo, que a su vez era uno de los restaurantes más prestigiosos de la pequeña población, atendido por su propietaria la señora Olga Ditta, valiosa y trabajadora mujer. Sin bajarse del caballo, chorreando sudor a mares ya que su sombrero no era suficiente protección para el sol implacable, abrasador, y acercándose a una de las ventanas del restaurante, lanzando el dinero, Felipe gritó:

  • ¡Véndame una Kola!
  • Dame un momento, Felipe, ya te la busco.
    Olga abrió el enfriador y empezó a buscar la gaseosa entre las múltiples botellas heladas y no encontró la Kola Hipinto que era la que se vendía por esa época. Entonces tomó la decisión de sacar una Castalia casi congelada para calmar la sed del cliente.
    Cuando Felipe vio la botella verde en la mano de la propietaria, vociferó:
  • ¡Kola!
    La señora Olga sobresaltada soltó la botella dentro del enfriador y volvió a buscar afanosamente la famosa Kola. Por más que buscó y rebuscó, no la encontró. Compadeciéndose de su paisano, que jadeaba ante el abrasivo calor del quemante verano, tomó la decisión de ofrecerle una Uva Canada Dry, nevada por el congelador. Felipe iracundo volvió a gritar:
  • ¡Kola!
    La propietaria cayó en cuenta que por sus múltiples ocupaciones las gaseosas Kola Hipinto no las había metido dentro del enfriador y el sol les había pegado de frente durante todo el día. Además por esa época las canastas de madera de las gaseosas cubrían solo hasta la mitad de la botella. Al tocar las Kolas, estas le quemaron las manos, por lo cual trató de convencer a Felipe.
  • ¡La Kola está hirviendo Felipe, demasiado caliente, te va a hacer daño. No te la recomiendo, si quieres te pico hielo en un vaso para que no te vayas a enfermar!

El obstinado hombre del caballo, reseco y botando espuma por la boca, contestó:
-¡¿Y a tí quien te dijo que a mí gusta el hielo?.
Si a mí me gustara el hielo, cargaría una cubeta en la mochila, óyeme bien…! ¡Kola!

Ya los clientes del restaurante se habían aglomerado ante la curiosa y extraña situación esperando el desenlace. Les parecía inverosímil. Murmuraban, sonreían bajito y secreteaban entre sí ante el singular e increíble suceso, expectantes veían el desespero y la impotencia de la señora, que no encontraba cómo solucionar el problema. No le quedó más remedio que usar, para no quemarse, uno de los trapos de limpiar las mesas y tomar la Kola.
Al destapar la gaseosa, sonó como una explosión: ¡Bum!
El impacto era a causa del calor, los gases y el líquido hirviente. Entregó la botella al terco hombre que no se inmutó ante el candente vidrio; parándose la botella en la boca y prácticamente sin respirar, vació todo el contenido por su garganta, escuchándose solo, glu, glu, glu…
Agitado y marchándose en su corcel, exclamó:

  • ¡Cuando yo pido Kola, es Kooolaaa!

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